Martin Eden by Jack London

Martin Eden by Jack London

autor:Jack London [London, Jack]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1909-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo XXV

Maria Silva era pobre, y conocía a fondo la pobreza. Para Ruth, esta palabra significaba vivir en condiciones poco agradables. Y eso era cuanto sabía sobre el tema. Era consciente de que Martin era pobre, y lo asociaba en su imaginación con la pobreza juvenil de Abraham Lincoln, del señor Butler o de otros hombres famosos. Y, aunque sabía que la pobreza no era grata, tenía ese sentimiento, tan cómodo y tan extendido entre la clase media, de que era algo saludable, un acicate que alentaba el deseo de triunfar en todos los hombres que no se habían rebajado a ser bestias de carga. Así que el hecho de que la pobreza de Martin le hubiera obligado a empeñar su reloj y su abrigo no parecía inquietarla. Incluso veía el lado positivo de la situación, convencida de que antes o después ésta le despertaría y le obligaría a dejar de escribir.

Ruth nunca vio el hambre reflejada en el rostro de Martin, que se había afilado y tenía las mejillas más hundidas. De hecho, advirtió este cambio con satisfacción. Parecía refinarle, despojarle de aquella carnosidad y aquel vigor animal que la atraían y repelían al mismo tiempo. Algunas veces, cuando estaba con él, percibía un brillo insólito en sus ojos, y eso le complacía, pues se asemejaba a un estudiante o a un poeta… las cosas que a él le habría gustado ser y que a ella le habría gustado que fuese. Pero Maria Silva leía una historia muy diferente en los ojos febriles y en las mejillas hundidas, y notaba su cambio de día en día, según los altibajos de la fortuna. Le veía salir de casa con abrigo y volver sin él, aunque hiciera un tiempo helador, y no tardaba en observar cómo su rostro se volvía un poco menos afilado y el brillo del hambre abandonaba sus ojos. Del mismo modo había visto desaparecer su bicicleta y su reloj y, en las dos ocasiones, le había visto recuperar de nuevo su vigor.

Se daba cuenta, asimismo, de lo mucho que trabajaba, y sabía la cantidad de aceite que gastaba por las noches. Comprendía que su trabajo era más agotador que el de ella, aunque fuera de otra naturaleza. Y le sorprendía ver que, cuanta menos comida tenía, más trabajaba. En alguna ocasión, cuando sabía que estaba muerto de hambre, le mandaba una hogaza de pan recién hecho, disimulando torpemente su generosidad con la broma de que ella cocinaba mejor que él. Y a veces le enviaba a uno de los niños con un enorme cuenco de sopa caliente, mientras trataba de decidir si hacía bien en quitársela de la boca a los hijos de sus entrañas. Martin se lo agradecía con el corazón, consciente de lo que suponía para ella, y de que aquello era auténtica caridad.

Un día en que había dado de comer a sus retoños todo lo que había en casa, Maria gastó sus últimos quince centavos en un galón de vino barato. Cuando vio entrar a Martin en la cocina para coger agua, le invitó a sentarse y beber con ella.



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